martes, 28 de junio de 2011

No hay peor ciego que el que no quiere ver, Fernando Atria

Todavía la educación es un problema. Pese a las protestas de los secundarios en 2008, que llevaron a la derogación de la LOCE y su reemplazo por la LEGE y pese a múltiples protocolos y proyectos de fortalecimiento de la educación pública y pese a sucesivos “grandes acuerdos” entre gobierno y oposición (con manos enlazadas e incluso lágrimas) y pese a los recursos anunciados para becas de profesores y para los municipios y pese a cambios curriculares; pese a todo, la educación sigue siendo un problema.

La razón es en realidad obvia, aunque algunos muestran extrañeza por esto (son los mismos que dicen que el descrédito de la política se debe a que “los políticos” no se ponen de acuerdo y “pelean”, cuando la explicación es precisamente la contraria: que da lo mismo lo que uno vote, terminan poniéndose de acuerdo en políticas neoliberales), pero en realidad la razón es obvia.

El sistema educacional chileno es un sistema diseñado para transmitir el privilegio. El que está arriba usa el sistema educacional para asegurar que su hijo estará arriba; el que estará al medio, al medio; y el que paga todo es el que está abajo, cuyo hijo estará abajo. Y todo esto usando un lenguaje de merecimiento y esfuerzo, de “igualdad de oportunidades”, cuya función más evidente es transformar injusticias estructurales en experiencias individuales de frustración y fracaso.

Y cuando el que ha recibido una educación que vale $40 mil sale del liceo y ve que tiene que competir con los que recibieron una educación de $400 mil, se queja. Y el ministro le dice que no se queje, que estudie. Y cuando algunos de ellos (¡sorprendentemente pocos!) toman una piedra y la tiran contra una vitrina, todos los que tienen tribuna se unen para decir: “eso sí que no”. Es aceptable tener un sistema educacional que sirve al rico y corta las posibilidades de vida del pobre, tratando además de convencerlo que si no tuvo éxito se debió a su tontera o flojera, pero no es aceptable que el que sufre eso se rebele.

Por supuesto, el problema no es el solo hecho de que el sistema educacional no sea capaz de producir igualación en las posibilidades de vida de ricos y pobres. En todas partes, con cualquier sistema educacional, los hijos de los ricos tendrán más posibilidades de realización en la vida que los hijos de los pobres (eso, en parte, quiere decir ser rico).

El problema es, sin embargo, que el sistema educacional chileno ni siquiera tiene la pretensión de dificultar al rico la transmisión de su privilegio (y, recíprocamente, de dificultar que quien nació pobre muera pobre). Hay pocos sistemas en el mundo con una segregación de clase más aguda que el chileno. Y sobre todo, hay pocas partes donde esa segregación sea tan públicamente indiferente: nadie la ve como un problema, y en la discusión pareciera que la reforma curricular, o la reforma al estatuto docente, o la subvención preferencial o las becas docentes van a solucionar la “inequidad”.

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