martes, 30 de agosto de 2011

Resolución 1973, por Jorge Gómez Barata

La aprobación por el Consejo de Seguridad de la ONU de la Resolución 1973, al amparo de la cual varios países de la OTAN bombardean a Libia, no sólo fue apresurada y sobre la base de hechos no verificados sino que, a la luz de la Carta de la ONU y de los compromisos adoptados durante su fundación, probablemente sea ilegal.
1) No cuenta con el voto unánime de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
2) Los países que atacan a Libia no constituyen una Fuerza de Paz de la ONU ni lo hacen bajo su bandera.
Ningún país ni la OTAN han sido facultados por Naciones Unidas para actuar y usar la fuerza en su nombre. No obstante la presunta ilegalidad de la actuación de la llamada “coalición” que opera contra Libia, lo que ahora me interesa destacar no es tanto el poder de las grandes potencias con derecho a veto, sino la falta de liderazgo y cohesión que afecta a los países del Tercer Mundo y los paraliza, poniendo de manifiesto la ineficacia de sus organizaciones, entre ellas, la Liga Árabe, la Unión Africana, la Conferencia Islámica y el Movimiento de Países No Alineados.

A lo largo de cincuenta años, los países del Tercer Mundo se conformaron con crear organizaciones más o menos ceremoniales, dedicadas a celebrar eventos formales, incluyendo grandes cumbres de jefes de estados y gobiernos, en las cuales lo importante son las apariencias y no la capacidad para abordar problemas específicos y encontrar soluciones concretas.

Convertidos en un fin en sí mismo, sus eventos han llegado a ser circuitos de turismo político y virtuales torneos de oratoria. Recientemente un comentarista comparó la Liga Árabe con un club de futbol. No le falta razón, excepto que jugar futbol es menos peligroso. Sin estatutos ni reglas claras y sobre todo sin mandatos ni capacidad para lidiar con asuntos importantes, las organizaciones tercermundistas no están habilitadas para actuar decisivamente. En el pasado la única excepción fue la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) que aprovechando su posición en el mercado petrolero, ha logrado presentar un frente común ante a las transnacionales. Recientemente, con motivo del golpe de Estado en Honduras, La Unión de Países Sudamericanos (UNASUR) y la Iniciativa Bolivariana para las Américas (ALBA), asumieron posiciones de resistencia y aplicaron sanciones ante la violación de la institucionalidad en un país de la región. Los imperios y las grandes potencias han procedido de otra manera.

Aleccionados por la carnicería que resultó ser la Primera Guerra Mundial y ante requerimientos derivados de la amplitud e intensidad alcanzada por las relaciones internacionales y las amenazas para la paz derivadas de las contradicciones entre las potencias; europeos y norteamericanos comprendieron la necesidad de crear mecanismos de concertación que impidieran grandes contiendas bélicas entre ellos. Así, impulsada por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, nació la Sociedad de Naciones. La Sociedad de Naciones, creada en 1919 y que tuvo 42 miembros, fracasó, no porque fuera una mala idea, sino porque fue realizada de modo imperfecto. A pesar de los tratados de Versalles, la organización no pudo impedir el rearme alemán ni evitar el desencadenamiento de la II Guerra Mundial. La principal limitación de aquella entidad era el carácter no vinculante de sus resoluciones y la ausencia de medios para imponerlas.

Al calor de la II Guerra Mundial, Franklin D. Roosevelt y otros estadistas del siglo XX se dieron a la tarea de solucionar aquellas carencias. Desde 1941 cuando se adoptó la Carta del Atlántico, suscrita por Roosevelt y Churchill y luego adoptada por Stalin, de común acuerdo, norteamericanos, ingleses y soviéticos, avanzaron en la estructuración de un sistema de seguridad colectiva basado en una organización internacional que, aunque funcionara bajo reglas democráticas, no tuviera las limitaciones de la Sociedad de Naciones.
Aquella entidad fue la ONU en la cual, con la mayor franqueza, se reservaron prerrogativas como el derecho a decidir o vetar el uso de la fuerza. La decisión crear las Naciones Unidas se adoptó en 1943 durante la Cumbre de los Tres Grandes en Teherán y la redacción de la Carta; así como otros pormenores estructurales, organizativos y de procedimientos se iniciaron al año siguiente en Dumbarton Oaks, Estados Unidos. Los expertos resolvieron todos los problemas planteados, excepto lo relativo a cómo lograr que los acuerdos relacionados con el mantenimiento de la paz fueran vinculantes y de qué manera hacerlos cumplir.

No quedó otra alternativa que someter la cuestión a Roosevelt, Stalin y Churchill que en Yalta, en febrero de 1945, delinearon las funciones del Consejo de Seguridad, en particular el Capítulo VII de la Carta que autoriza el uso de la fuerza. Las decisiones adoptadas convirtieron al Consejo de Seguridad de Naciones en una poderosa organización facultada, para utilizar la fuerza militar en litigios que, a su juicio, hicieran peligrar la paz internacional. En sus deliberaciones los líderes de las grandes potencias decidieron que el Consejo tendría 11 miembros (luego se elevó a 15) y que las cinco potencias vencedoras serian miembros permanentes del mismo. Para curarse en salud y preservar a sus aliados, adoptaron lo que entonces se llamó “clausula de unanimidad” y hoy se conoce como “derecho de veto”. El asunto consistía en que el Capítulo VII que autoriza el uso de la fuerza sólo podría ser aplicado cuando, además de la mayoría necesaria de votos que son nueve, hubiera unanimidad entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. El primer problema se planteo cuando en 1950, al adoptar la Resolución que condenó a Corea del Norte por la presunta invasión a Corea del Sur y autorizó a la creación de una fuerza militar para restablecer la paz, hechos que dieron lugar a la Guerra de Corea, con una excusa trivial, la Unión Soviética estuvo ausente de la votación. Entonces surgió la duda y todavía se discute si el acuerdo adoptado entonces era o no valido debido a que fue evidente la ausencia de unanimidad; cosa que, dicho sea de paso, tampoco existió en la aprobación de la Resolución 1973 al amparo de la cual se ataca a Libia donde todo es más confuso porque, a diferencia de Corea, quienes ahora actúan no lo hacen bajo la bandera de la ONU.

A pesar de las irregularidades procesales, de haber tenido la cohesión, el liderazgo y la voluntad política necesaria, el Tercer Mundo pudo paralizar a los halcones del Consejo de Seguridad donde, para aprobar una Resolución, se necesitan como mínimo nueve votos a favor, incluyendo los cinco de los miembros permanentes. Hubiera bastado que: Líbano, Sudáfrica, India y Brasil votaran en contra para a que aquella Resolución no hubiera podido aprobarse.

No hay en la Carta de la ONU ni una sola palabra que reconozca como válida la abstención de los miembros permanentes en votaciones relacionados con el mantenimiento de la paz y la autorización para el uso de la fuerza.
Se trata de un tema abierto y de la convicción de que además de protestar y exhortar a la democratización de la ONU, con los recursos existentes, los países del Tercer Mundo pudieran defender mejor sus intereses. La ONU no es perfecta pero lo más importante en este caso, no fue la actitud de los miembros permanentes ni el veto, sino el silencio ante la ilegalidad y la ausencia de voluntad política de otros integrantes. El asunto da para más. Luego les cuento.

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