martes, 22 de mayo de 2012

EN CUBA AHORA (II): EL ESTADO


Jorge Gómez Barata
Alrededor de 1960 como parte de los esfuerzos por el desarrollo de la conciencia revolucionaria se instaló en Cuba la concepción soviética del marxismo-leninismo, que junto con el pensamiento de Fidel Castro (que nunca  asumió aquella versión) formó la matriz de la cultura política de los cubanos. Esa comprensión de la realidad y de la historia forma anillos concéntricos generacionales cuyo espesor parece menor mientras más se aleja del núcleo.
En aquel proceso se afirmó una concepción según la cual el Estado, surgido junto con las clases sociales, es una estructura de poder al servicio de las elites explotadoras que cuenta con recursos represivos (ejércitos, policías, jueces, cárceles y otros). Naturalmente el socialismo debería prescindir de semejante engendro. Primero se asumió que era preciso destruirlo y luego se  creyó que se extinguiría cuando desaparecieran las circunstancias que le dieron lugar.
Aquella versión excesivamente simplificada, idílica y por momentos absurda estaba contenida en los manuales soviéticos de filosofía marxista, que la  tomaron de El Estado y la Revolución de Lenin (1917), un texto donde se glosa El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado (1884), un libro en el cual Federico Engels recrea las tesis de Lewis Morgan (1877).
De ese modo, de la mano de los autores soviéticos asumimos como validas para toda la humanidad las conclusiones de un precursor de la antropología que, con escasos precedentes e instrumentos metodológicos primitivos, estudió a los iroqueses. A ello Engels sumó ciertos conceptos de la lucha de clases y de la economía política. De haber sabido que Morgan era un multimillonario norteamericano, miembro del partido Republicano y Senador de los Estados Unidos, tal vez se hubiera tenido más cuidado.
Entonces incurrimos en la contradicción de que, mientras explicábamos en clases que el Estado era una tenebrosa maquinaria, en la práctica argumentábamos teóricamente y aplaudíamos que nuestra economía, la educación, la cultura y toda la actividad social fuera regida, administrada y orientada por el Estado. A lo largo de 50 años repetimos la cantinela, sin aportar ni crear nada, no porque la explicación fuera optima sino porque era un dogma.
Bajo nuestra mirada y como parte de nuestra obra, el Estado que debía desaparecer crecía, se hacía cada vez más fuerte, llegaba a ser omnipotente, omnisciente y con el don de la ubicuidad. Al concebir un curso histórico según el cual el Estado se reforzaba más allá de todo límite para que luego, beatíficamente extinguirse, cuadramos el círculo.
Hoy, cuando como parte del proceso de reformas en Cuba se acepta la idea de la existencia de actores económicos y sociales “no estatales”, el exclusivismo ideológico cede terreno, se puede creer en otras prédicas y asumir códigos diferentes, el Estado es otra vez el demiurgo aunque ahora más moderado. No es ateo sino laico y no es un represor sino un árbitro, que hace y aplica las reglas no sólo a tenor de los intereses de la clase dominante, sino para el bien común del conjunto de la sociedad. 
En cualquier caso, respecto al Estado la tarea en Cuba no es extinguirlo sino perfeccionarlo para que cumpla mejor sus funciones, para lo cual la democracia, la pluralidad y la participación decisoria son mejores argumentos que la represión. Allá nos vemos.

La Habana, 15 de mayo de 2012

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